ALAS NEGRAS
Parte I: Vínculos.
Agatha lleva días tremendamente enferma. Rendida ante su inevitable final, decide ir a tomar un poco de aire en el balcón. En ese momento se originará un encuentro con un ser llamado Nua extrañamente familiar. ¿Quizá ha llegado el momento para Agatha de recuperar sus anheladas alas negras?
Capítulo 1
Directos a casa
Un mal presentimiento acompañado de un dolor agudo de cabeza despertó a Agatha. «¿Y si no llego a contarlo mañana?». Su temperatura corporal se encontraba por las nubes, sudores fríos se le habían calado en los huesos y sus manos no dejaban de temblar como si estuviera en el Ártico. «Peor que el infierno», pensó con una media sonrisa apagada porque si había alguien capaz de hablar del inframundo con conocimiento de causa era ella.
«Al menos moriré donde me plazca», se dijo saliendo al balcón. A esas horas de la madrugada el aire era fresco. Una sensación agradable al entrar en contacto con sus hirvientes pómulos que se habían empezado a decolorar como si fueran manzanas podridas. Ningún humano hubiera podido soportar su estado sin haber perdido el conocimiento ya. Agatha contempló el cielo en un rezo y esperó.
En ese momento un puntito luminoso clavado en el cielo llamó su atención, las pupilas se le dilataron como las de un gato y cayó hipnotizada por su zigzagueo. Destacaba en medio de la noche, tan nítido y claro, que Agatha no se permitió creerse que era lo que había estado anhelando. «¡No puede ser! ¡No puede!» Porque por mucho que en su interior hubiera estado suplicando para que ocurriera semejante milagro, no podía creerse que ahora mismo le estuviera sucediendo. ¿Así de simple?
Se llevó una mano temblorosa a su garganta y palpó el único recuerdo físico que conservaba de su hogar, un colgante de oro con un ala rota que ya ni recordaba quién se lo había regalado. El metal le confirmó que no era un sueño. Su media ala metálica se encontraba como siempre, custodiando los recuerdos de muchos siglos atrás. Agatha recordó el mundo a través de sus ancestros y rememoró cada vez que habían acudido a ella como ahora. Entonces tocó la barandilla y la agarró con fuerza para estabilizarse. Como el metal se encontraba algo húmedo por culpa del rocío patinó y necesitó sujetarse con la otra mano. Levantó la vista hacia el cielo y el puntito luminoso ya no estaba. «¿Dónde diablos te has metido?»
Una punzada en ese momento la rompió por dentro y escuchó un crujido intenso en sus huesos como si acabaran de cortar sus hilos de marioneta. La jaqueca, el calor y la incomodidad que había estado sintiendo se esfumaron con la misma facilidad que el vapor de una olla recién abierta. Entonces una pequeña corriente a su espalda le indicó que alguien acababa de aterrizar en su balcón. «¡No puede ser otro más que él!», pensó con nerviosismo.
Agatha se cruzó por primera vez con ese ser que había visto en su mente. Estaba arrodillado, vestido de luto, encapuchado y con un cuerpo tan delgado y pálido que bien podría ser la misma muerte personificada en lugar de…
—¡Nua! —lo llamó con una fuerza ancestral que no le pareció la suya.
Quizá en el fondo no lo era porque Nua levantó el rostro y la observó sin emoción. «¿No me reconoce?» Nua se acercó lentamente y Agatha temió por un segundo que pudiera rechazarla. Seguía teniendo unos ojos demasiado azules para ser consideraros hermosos. Helados e inexpresivos como dos bolas de nieve que parecían incapaces de ser el espejo de ninguna alma. Una tosca cicatriz le afeaba su delgado cuello y a través de su capucha captó sus particulares mechones blancos. Entonces Nua se abrió la cremallera de su cazadora con elegancia y cruzó sus manos. Agatha se fijó en sus huesudos mientras él se mantenía en silencio. Nua se quitó uno de los anillos que llevaba puesto y se lo tendió. «¡Es mi anillo!». Agatha lo observó con detenimiento como si esa piedra preciosa la estuviera llamando. Un anillo pesado de oro macizo que llevaba incrustada una pequeña rosa de color carmesí en el centro. Entonces pudo sentirlo, al igual que ella, el anillo la había estado esperando.
—¡Has tardado una eternidad en encontrarme! —le recriminó furiosa poniéndose el anillo y saboreando por primera vez todo su poder.
Nua no le contestó, bajó la cabeza avergonzado mientras Agatha asentía. Gracias al poder del anillo su temperatura corporal empezó a normalizarse. El pecho se le llenó de aire fresco y por primera vez se sintió realmente viva.
—Han sido unos tiempos duros, mi señora —le habló por primera vez su sirviente.
—¿Duros? —le preguntó frunciendo el ceño porque no entendía qué podía ser más duro que lo cerca que ella había estado de la muerte.
Hacía años que Agatha había despertado de su ignorancia y todos los recuerdos de sus vidas pasadas la habían atrapado: su tierra, gente, alas y misión. Se suponía que cuando eso sucedía era la prueba irrefutable que estaba lista para regresar a sus tierras y gobernarlas, pero nadie de los suyos se había dignado a presentarse allí para entregarle su talismán. Sin su rosa carmesí no podía recuperar sus alas, y sin ellas, no podía regresar. ¿A qué habían estado esperado?
—Ya tendrá tiempo de entenderlo —le dijo Nua bajándose la capucha y mostrándole sus cabellos blancos algo despeinados—. ¿No le gustaría regresar a su casa?
—¡Por supuesto! Pero deja que sea yo quien lo decida. Yo soy…
Antes que Agatha pudiera decirle que ella era su señora, una sacudida le hormigueó la columna vertebral y las alas negras que habían permanecido aletargadas por tanto tiempo se desplegaron como un abanico. Ella se sorprendió por lo sencillo que le había resultado esta vez y las contempló a través del cristal de su balcón. Eran unas alas grandes, de un opaco color negro que parecía mezclarse con la noche. «¡Preciosas!», pensó con emoción. «¡Exactamente cómo las recordaba!». Entonces se subió a la barandilla de su balcón para lanzarse. Sus antecesores se lo habían explicado en multitud de sueños así que Agatha sabía qué hacer y hacia dónde ir. Estaba lista y ansiosa por saltar al vacío, pero antes que pudiera dejarse envolver por el aire y alcanzar su destino, una mano helada la sujetó por la muñeca con fuerza.
—Debe vigilar, mi señora —le advirtió Nua como si la considerase poco poderosa.
«¿Quién demonios se cree que soy?», se preguntó Agatha. Nua automáticamente la soltó como si se hubiera quemado. Los ojos de ella acababan de cambiar al rojo llameante exponiendo abiertamente su poder.
—Lo siento —se disculpó Agatha porque acababa de herirlo. Pero él no la miró, se cubrió de nuevo con su capucha y se precipitó al vacío. ¿Acaso se habría molestado con ella? ¡Había sido su culpa!
Agatha se lanzó por el balcón de su casa y mientras seguía a Nua a través de la noche no pudo evitar fijarse en sus alas. Eran preciosas, grandes, plenas y con un movimiento tan vigoroso que parecían de hierro. «Por fin volvemos a casa», se dijo Agatha pensando más en Nua que en ella. «Los dos».
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